¿Qué está pasando con mi hijo o hija?

Cuando se tiene un hijo se produce una avalancha de sentimientos, entre ilusión, alegría y emoción, pero también, cierto temor ante la nueva responsabilidad de ser padres. En nuestro caso, el desafío parecer ser mayor, ya que tenemos un hijo que presenta Trastorno del espectro autista (TEA), más conocido por nosotros con Síndrome de Asperger.

Lo que comúnmente sucede en las familias como la nuestra, es que durante un tiempo estamos muy felices de ver crecer a nuestros hijos sanos y con un desarrollo normal. Sin embargo, en algún momento, normalmente a partir del primer año, comienzan a aparecer ciertos comportamientos que nos desconciertan y que aumentan con el paso del tiempo.

Quizás puedas reconocer algunas de estas conductas: rechazo al contacto afectivo de algunos miembros de la familia y sobre todo de personas desconocidas, falta de respuesta a las instrucciones verbales que se dan en contextos cotidianos (como si fuesen sordos), juegos repetitivos y apego inusual a ciertos objetos, falta de conciencia a situaciones peligrosas, poca tolerancia a la frustración, entre otras.

Bajo este contexto, la preocupación no solo aumenta, sino que también, se inicia la movilización por la búsqueda de respuestas que no siempre se encuentran con la rapidez que se debería.

A través de estas palabras quiero contar lo que fue nuestro camino como familia hasta saber que nuestro hijo tenía esta condición. Quizás esta información (un ejemplo de una familia muy común) pueda servir para evidenciar, de alguna manera, los procesos por los cuales pasan muchas otras familias como la nuestra y que se encuentran en la etapa de diagnóstico “antes, durante y después”.

Luego de acumular evidencias fugaces del comportamiento de nuestro hijo, acudimos a distintos profesionales con la esperanza de tener respuestas a muchas interrogantes. La búsqueda se inició con la pediatra, ya que conocía a nuestro hijo debido a los controles periódicos que normalmente se hacen en menores de edad. Sin embargo, no nos fue bien, ya que las observaciones que habíamos realizado en casa, no hicieron eco en este profesional. Más tarde, consultamos a un neurólogo infantil, pero tampoco tuvimos respuestas adecuadas, ya nos dimos cuenta de que no contaba con experiencia en el tema.

Como fuente de información alternativa, hablamos con los profesores del jardín al cual acudía nuestro hijo, ya que suponíamos que en el contexto escolar se podría tener más información respecto a las diferencias conductuales de nuestro hijo con las de sus compañeros. Esta vez tuvimos más suerte, felizmente su profesora de párvulo ya había enseñado a niños con características similares a la de nuestro hijo, lo cual le permitió darse cuenta de su condición y orientarnos con un posible diagnósticos, que más tarde fue confirmado por un Psiquiatra infantil. Así, a los 3 años de edad nuestro hijo fue diagnosticado con TEA.

En nuestro caso, creemos que la búsqueda por saber que estaba pasando no fue tan compleja, porque muchos padres suelen disponer de un repertorio más amplio de historias, que pueden llegar a ser verdaderas historias de terror sobre la falta de información y el tiempo que tardaron en diagnosticar a su hijo.

En este punto, quisiera detenerme para exponer información (GETEA, 2005; Martínez & Cruz, 2008), que creo relevante que otros padres con hijos que tiene TEA lo sepan:

Las personas con TEA al presentar rasgos físicos normales, unido al hecho de que en muchos casos manifiestan niveles aceptables en algunas áreas evolutivas, genera enormes dudas a los padres, llegando a creer que su hijo puede presentar algún problema, pero no un trastorno como lo es el TEA. Si a esto añadimos, el que los propios profesionales suelen responder ante las inquietudes de los padres, tranquilizándoles y asegurándoles que su hijo no tiene ningún problema, y que intenten comportarse como padres normales, y no analizar tanto la evolución de su hijo, podemos entender la enorme incertidumbre por la que pasan las familias. Esperanza y desesperanza conviven generando un efecto doloroso en quienes observan un niño de apariencia normal, con un desarrollo también normal en el primer año, pero con una serie de pautas extrañas de conducta, con una especie de soledad e indiferencia hacia las personas.

La toma de conciencia en el caso del TEA es especialmente difícil puesto que se trata de un trastorno asociado a una cierta ambigüedad debido, entre otros aspectos, a la amplia variabilidad del pronóstico, a la ausencia de marcadores biológicos, a la dificultad de los padres para detectar síntomas tan sutiles como los que caracterizan al autismo en sus primeras etapas y a la gran variabilidad que presenta. El TEA no es un trastorno uniforme, ni absolutamente demarcado, y su presentación oscila en un espectro de mayor a menor afectación; varía con el tiempo, y se ve influido por factores como el grado de capacidad intelectual asociado al acceso a apoyos especializados.

Lo anteriormente señalado propicia que el diagnóstico en nuestro país -y en muchos otros- sea un proceso extraordinariamente largo para las familias. Durante muchos años, y aún incluso hoy, es muy frecuente el retraso en el diagnóstico del TEA. Como el conocimiento del trastorno aumenta, está disminuyendo el tiempo que tarda en diagnosticarse y la edad a la que se hace. Sin embargo, una evaluación que se basa en criterios conductuales no puede ser rápida. En los últimos años el tiempo que tardan las familias en obtener un diagnóstico desde que expresan sus preocupaciones al sistema de salud se han reducido ligeramente. Pero aún sigue existiendo un retraso diagnóstico muy considerable de aproximadamente 15 meses por término medio, siendo la demora mucho mayor en el caso del Síndrome de Asperger.

 

Referencias:

Martínez, M. M & Cruz, B. L. Acercamiento a la realidad de las familias de personas con autismo. Intervención Psicosocial, 17(2):215-230, 2008.

Grupo de Estudio de trastornos del Espectro Autista (GETEA). Instituto de Salud Carlos III, 2005. http//iier.isciii.es